Hoy me acuerdo, como lo hice ayer. No recuerdo cuándo empecé a hacerlo, pero lo hice, en algún momento de mi vida empecé a hacerlo. Algo, alguien me empujó a ello. El vivir en casa, en mi familia, en mi entorno, el asumir formas de hacer y de pensar que me venían dadas pero que pensaba que eran mías. No, no lo eran, me las dieron y hoy lo agradezco. Y las sigo teniendo, las atesoro, las enriquezco, las sigo compartiendo. Quizá son formas de hacer primarias, puede que sea un pensar también simple, algunas fotos desenfocadas, recuerdos aplastados por el miedo, por identidades construidas en el silencio, por sonrisas hechas de luchas, algunas cotidianas y sordas, otras públicas y callejeras. Son historias de emigración las que escuché. Luego lo he sabido. Son historias de muerte las que rondaban en mi casa. Después lo entendí. También, más tarde, me hice una idea de lo que podía ser el hambre y la miseria, el escuchar que, cuando recibían una naranja como regalo de Navidad, eran las mujeres más felices de la Tierra. O que cuando esas otras empezaron a trabajar ya se encontraron con los fusiles de aquellos que tenían de plomo las calaveras. Pero delante, frente a ellos, los brazos caídos de viejas obreras textiles que cerraban sus puños en silencio porque todavía no los podían levantar. También me contaron historias de viajes por pueblos buscando trabajo, buscando el pan para una familia de ocho hijos. O como las monjitas venían en camiones y se llevaban parte de la cosecha de uva o aceituna a cambio de unas estampitas que todavía rezumaban sangre. Y, más aún, como un miliciano catalán se fue a luchar al frente de Aragón y allí conoció a una mujer que acabaría en otras tierras y ya, mucho más tarde, cuando se sintió vencida, muerta de miedo y de cansancio, harta de tantas vejaciones, mascullaba entre dientes algo que no quiero reproducir aquí. Y se tuvieron que ir a otro lugar; eso también lo supe más tarde. Y de ahí salieron luchadores, soñadores que todavía hoy lo hacen aunque sea sólo para sí mismos. Que me dicen no te metas, ten cuidao, vigila... Pero que sonríen cuando les cuento otras historias, más pequeñas, quizá no tan cotidianas pero que también sienten suyas. Que maldicen las injusticias, que se cagan en políticos de todo pelaje, que siguen votando con el corazón, que, pese a las decepciones, siguen sintiendo rabia y la sangre les hierve por todo el cuerpo. Y esa memoria la he hecho mía, la he incorporado a mi columna vertebral. Aunque no sea mía, aunque sólo sea de todos la he hecho mía.
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