Dejadme que os hable de mi casa. Más bien del bloque de pisos donde está ubicado mi hogar. Por lo pronto os diré que es un complejo de pisos con poquita personalidad, no muy bonitos, vamos. Pero vaya, el piso es grande y digo yo que los demás también; deben ser iguales. Tiene unos cuantos pisos, ocho; con cuatro puertas en cada rellano así que somos unos cuantos vecinos. Pero esto no acaba aquí. Mi bloque de pisos está enganchado a otro que es exactamente igual formando una ele y compartiendo, en ese hueco, un gran patio que hasta el verano pasado tenía un par de canastas de baloncesto que sólo podían usar los niños. Y digo niños, porque los que ya empezaban a cambiar la voz y la cara, las que empezaban a usar compresas, tampones y otros utensilios no lo podían utilizar. Cosas de la comunidad. Qué gran palabra! Pero bueno, la cosa es que ahora da igual. Nos hemos pasado un año entero, que se dice pronto pero tiene unos pocos de días, de obras. Otra gran expresión. Unas obras motivadas por las filtraciones de agua al párquing. Pero no os creáis, porque resulta que cuando se inició la discusión entre los vecinos se organizó una fracción, pequeña pero militante, convencida de las bondades y la necesidad de plantar césped en el patio: ¡césped en un patio interior de un bloque del Clot más popular! Telita; teníais que haber visto al grupito este recogiendo firmas para presionar en la asamblea decisoria sobre la reforma en cuestión. Que si no puede ser que los niños jueguen porque resulta que hacen ruido, que no se puede dormir la siesta, que el césped estaría mucho mejor, que no sería tan caro... Telita, pero de la buena. Al final, nada, cordura, sensatez o anda ya, vas a pagar tú la plantación de cuatro hierbas. Pero resulta que ahora, cuando finalizan las obras, sin reposición de canastas, no vaya ser que los niños recuerden que podían jugar ahí abajo. Mejor que se queden en casa con la Play porque se ve que la calle está que pa qué, llena de tipos y tipas con colores de piel raritos, que escuchan música rarita, fuman otras cosas también raritas y, entonces, hacen cosas raritas. Pero luego hablaremos de la música. Ahora estamos de vueltas con las obras. Resulta que el piso este que está pegado está rehabilitando la fachada. Bueno, debe estar colocando balcones con columnas jónico-neogóticas de la Bauhaus de mármol de Carrara porque no veas tú el tiempito que llevan, el polvo que levantan y el ruido que te despierta mañana sí mañana también. Pues nada, a estas que se suman unos fantásticos nuevos vecinos en este bloque. Unos fantásticos vecinos que se pasan gran parte del día y de la noche escuchando música latina a todo trapo. No estoy exagerando. Ahora mismo tengo problemas para escuchar Björk o Mayte Martín, escribir algo inteligible y no dejarme llevar bien por la cumbia, la bachata o la salsa. Porque claro, como son tan populares y conocidas muchas de estas canciones pues pasa ese fenómeno que a mi me vuelve loco: te pones, repentinamente, a seguir el ritmo, a intercalar, así, para adentro, las pocas frases que te sabes, a mover hombros, cadera, culo y pies. Porque claro, como hice un curso de salsa, pues el un, dos, tres sirve para todo y a esto le va de perlas. Pues nada, también un pequeño inciso. Otros inefables días la música es otra: gritos, algún que otro insulto, esas agresiones verbales tan nuestras, tan asumidas, tan normalizadas, tan homófobas, machistas y clasistas. Unos perlacas, vamos. Pero bueno, no todo es ser latin lover en esta comunidad. ¿Les he hablado de otra vecina muy cercana que se dedicaba, cuando el patio era frecuentado por los chavalillos, a vociferar a grito pelado a su niño, para que subiera a comer o a qué se yo? Bueno, aquello era tremendo. Pero es que la tipa despierta TODOS los días laborables/escolares del año al niño de esta manera: berreando como una posesa. Pero vaya, no todo es agresión verbal en esta comunidad. Resulta que tienen un perrito de esos que parece que se vayan a ahogar a cada paso. No ladra, eso no. De hecho, es hasta agradable escuchar el rasgueo de las uñas de sus patitas por todo el piso, escuchar como rasca las puertas y como recibe, en alguna ocasión, el consabido grito que parece ser el santo y seña de esa santa casa. Por otra parte, contamos con otros vecinos -una pareja de cierta edad y cierto carácter- que habitan un poco más allá de este bloque colindante. Pues resulta que el otro día los pillamos in fraganti intentando, casi literalmente, palo de escoba en mano, echar abajo la estructura de andamios que permitía trabajar a los obreros y, gracias no sé si a la política de seguridad laboral de la Administración, protegerse de caídas accidentales y no tanto. Pues así que los gritos, ciertamente ininteligibles de esta pareja de iaios, nos alertaron sobre una nueva aventura fragmentada en la comunidad. Y ahí que veo al hombre rojo como un tomate, vociferando, mientras su mujer -me imagino la relación- empuñaba el arma susodicha y como un ariete lo embestía contra un pobre currante que, según parecía, tampoco respondía. Claro, el tipo estaba paralizado, suficiente tenía con intentar repeler los golpes, agarrar la escoba y cogerse a los andamios. Pero no respondió: ni física ni verbalmente. Imagino que estaría, literalmente, atónito. Y todo vete tú a saber por qué. Ya me dirás tú de qué defendía esa mujer su casa, de qué clase de maldades estamos hablando, qué había hecho ese pobre hombre. Y no es que haya elegido posicionarme al lado del obrero pero vamos, digo yo, que por mucho que hiciera el hombre tampoco es para jugar con su vida, ¿no?
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