“Cuando terminó la guerra, entraron los nacionales y a nosotros nos quitaron todo lo que teníamos en la casa, nos dejaron con la ropa puesta (...) Nos teníamos que acostar una, quitarte la ropa y lavarla pa vestirse la otra. (...) Y la cama de mi hermana Juanita se la llevaron la también porque le gustó a uno del pueblo, pa él, se la llevó, la dejó durmiendo en el suelo. Se llevaron dos carros de leña que tenía mi padre de más de veinte años metío en el corral, así se llamaba un corral. La cosecha de dos años de mi padre que la tenía sin vender. Nos quitaron la yunta, el carro, nos quitaron las cabras, nos quitaron la matanza que teníamos. Y nos dejaron con la noche y el día”.
Así se explicaba una viejita hace unos años; una viejita que, si todavía viviera, rondaría los ochenta y cuatro años; una viejita que, si le preguntaran, no dudaría en responder a cualquiera, hoy, que sabemos de la muerte de Manuel Fraga: "que la tierra te escupa una y un millón de veces, que no te deje descansar, que no alimentes ni siquiera a un gusano, ni sirvas de sustento a un forraje, que te escupa, al menos, una vez por cada una de las fusiladas, por cada uno de los presos, por cada una de las torturadas, por cada uno de los exiliados, por cada una de las asesinadas, por cada uno de los vejados, de las desposeídas, por todos aquellos que sólo se quedaron con la noche y el día...
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